miércoles, 7 de mayo de 2014

Gabo y el otoño de Fidel




Visión profética

Por 

Foto: La Nación
El justificado vendaval de letras que produjo la muerte de García Márquez condujo a innumerables anécdotas e interpretaciones. No debo guardarme las que ayudan a comprender mejor su jardín de opiniones, sentimientos, fijaciones y altibajos.

Lo conocí personalmente en el año 1970. Demostró que su brusca y potente fama no le había amputado la modestia. Yo acababa de ganar el Premio Planeta con La cruz invertida y él manifestó a mi editorial su deseo de visitarme. Regresé al hotel Ritz luego de una entrevista con periodistas en un café cercano y ya me esperaba en la recepción. Aún tenía el cabello y bigotes negros, estaba flaco y parecía tímido. Elegimos un rincón silencioso. Enseguida preguntó por sus amigos Paco Porrúa y Tomás Eloy Martínez. Peloteamos elogios sobre Cortázar, a quien confesó admirar sin límites: "Es un maestrazo". Le conté que conocía la vida, obra y milagros de Juan Filloy, a quien Cortázar le había dedicado unos renglones en su monumental Rayuela, porque ambos éramos entonces vecinos de Río Cuarto. Antes de los diez minutos, con el rostro serio y los ojos brillantes, produjo un giro en la conversación al formularme la pregunta que más circuló en España por aquellos días: "¿Cuándo abandonaste los hábitos?".

-Nunca fui cura -expliqué-. Pero interrogué a más de veinte, con y sin sotana.

-Me sorprendieron tus conocimientos teológicos. Tu novela no sólo es audaz en la estructura, sino densa en el contenido.

-Soy un teólogo frustrado, entonces. O rebelde.

Nos lanzamos a comentar la Biblia. Dijo que tiene más cuotas de magia que los novelones de caballería, a los que estaba revisando.

-No sólo tiene magia, sino psicología y hasta humor -agregué.

-¡Claro que sí! -se entusiasmó y, con una sonrisa de oreja a oreja, lanzó la ocurrencia que luego repitió en otros lugares-. Fíjate si tendrá humor que cuando Jonás reapareció ante su mujer con tres días de atraso, le dijo que no había hecho nada malo, que no tenía la culpa, que se demoró porque lo había tragado una ballena.

Por cierto que en esa anécdota, como en otras que exprimimos, corrieron sin freno las deformaciones iconoclastas del texto sagrado, como se hace al componer una novela. Le pregunté qué estaba escribiendo. Se ensombreció y durante un largo minuto estudió el fondo vacío de su taza de café.

-Mira, el éxito tiene sus bemoles. Se están reeditando mis textos previos y Mario Vargas Llosa ha terminado un voluminoso estudio sobre todo lo que pudo averiguar de mí e interpretar de mis escritos. ¡Es un trabajador infatigable! Le ha puesto un título también religioso: Historia de un deicidio.

-Concilio Vaticano II...

-Tal cual. ¡Qué buen papa fue el gordo Juan XXIII!

-Pero ¿qué estás escribiendo ahora? Se dice que no pasa un día sin que teclees unos renglones.

-Sí, es cierto. Ya elegí el título de otra novela, pero no me convence la forma. Para nada. Me tiene angustiado. Se llamará El otoño del patriarca y quiero reventar a todos los dictadores de América latina. Hasta me referiré a los 300 pesos que necesitaba Perón para vivir y el absurdo peregrinaje de un cadáver. No eres peronista, supongo.

Quedamos en seguir la conversación en su casa, pero cuando regresara Vargas Llosa, que se había ido por unos días a Perpignan.

No pudo ser, porque debí acelerar mi regreso a la Argentina debido a que mi novela iba a ser prohibida por la dictadura militar de entonces. Años después, Vargas Llosa recordó ese frustrado encuentro; en aquella época Gabo y Mario eran casi un matrimonio.

En España también intentaron bloquear La cruz invertida. El poderoso editor de Planeta me dijo: "Voy a entrevistar personalmente al Caudillo". Le explicó que era la primera vez que el premio se otorgaba a un extranjero, que la noticia ya se había difundido por el mundo, que el argumento no se desarrollaba en España, que causaría daño a la nueva imagen que el gobierno se esmeraba en lucir. Entonces Franco levantó la censura. En la Argentina le explicaron al general Levingston que en la España franquista, nada menos, la novela circulaba sin inconvenientes; que la censura provocaría un efecto inverso, un papelón mayúsculo. Entonces el jefe de Estado se avino a dejarla circular. Más adelante, al recordar esa transitoria crisis, dije que pocas veces dos tiranías se ponen de acuerdo para garantizar la libertad de expresión.

Sigo con la modestia de García Márquez. El escritor colombiano ya vivía en México y el presidente Alfonsín me invitó a integrar su comitiva cuando fue a ese país. Enterado García Márquez, llegó hasta mi hotel. Ya tenía el bigote blanco y vestía con mucha elegancia, incluso brillaban sus bien lustradas botas cortas. Estaba interesado en la democratización argentina. No hizo falta que le preguntase qué estaba escribiendo, una pregunta que aprendí a detestar. Contó espontáneamente que viajaba seguido a Colombia. "Para exprimir a mis padres y sacarles todo lo que pueda de su accidentado noviazgo", dijo. Hasta me adelantó el título de esa novela: El amor en los tiempos del cólera. "¿Sabes, Marcos? Contra lo que se supone, todo lo que escribo está basado en hechos reales", agregó.

Inspiré hondo y le descerrajé algo que me burbujeaba en la garganta:

-¿Qué opinas, ya con el paso de los años, sobre El otoño del patriarca?

-Prefiero callarme... Es barroca, experimental. Estaba presionado por el éxito de Cien años de soledad. Por eso abandoné el preciosismo enseguida y volví a la fluidez con Crónica de una muerte anunciada.

Lo miré a los ojos.

-Gabo, esta noche asistirás como invitado de honor al agasajo que le hacen a Raúl Alfonsín. Un verdadero demócrata. ¿No tuviste en cuenta a Fidel Castro al escribir El otoño?? Amas la democracia, admiras a Alfonsín, pero...

-Fidel es un emblema.

-Pero no de la democracia.

-De la revolución.

Entonces, le recordé una anécdota que cuenta su amigo Plinio Apuleyo Mendoza. Viajaban juntos en un auto destartalado por las tristes rutas de Alemania oriental y Gabo se durmió. De súbito, al saltar en un bache, pegó un grito. "¡Qué pasa!", se sorprendió Plinio. "Tuve una pesadilla", murmuró Gabo mientras se restregaba las órbitas con furia. "¿Qué pesadilla?" "¡Horrible, horrible! -exclamó Gabo-. ¡Que el socialismo no funciona!"

-Sí, tuve esa pesadilla. Pero fue una pesadilla. Amo a Fidel. Y Mercedes lo ama más aún.

Preferí cambiar de tema. Quizás advirtió que lo contemplaba como a un profeta. En El otoño del patriarca no sólo había ridiculizado, llorado, disecado y enterrado a muchos horribles dictadores del pasado y el presente, sino que había profetizado a quien sería el más longevo y trascendental de todos. Lo pintó antes de ver su decadencia, con los ojos privilegiados de quien perfora las nieblas del futuro.

-Me parece que más que Fidel Castro, te subyuga el poder que tiene. El poder es un motor que ningún gran novelista ignora.

Me tendió la mano y luego nos estrechamos en un abrazo. Quiso la biología que muriera antes el autor y lo sobreviviera el personaje, como pasa con los genios. Ahí está, atrofiándose, el ruinoso patriarca que García Márquez describió hace casi medio siglo con un lenguaje que envidiaría Góngora: encerrado entre sus recuerdos poblados de las aventuras que jalonan una revolución tan ingenua como criminal.  


© La Nación

jueves, 24 de abril de 2014

Cortázar y Troilo, habitantes del misterio



El aniversario de dos grandes

Por 
Los aniversarios son una puerta a la estupidez, escribió Cortázar. Lo son porque convocan lugares comunes y alabanzas forzadas. A pesar de todo, transpongo esa puerta porque quiero enlazar a dos porteños que, a primera vista, poco tienen que ver. Julio Cortázar sería un refinado intelectual, venerado por la minoría culta que lee, y Aníbal Troilo , Pichuco, un músico popular. Vivieron en mundos diferentes. Pero ¿fueron dos mundos?

Nacieron en 1914 con un mes de diferencia. Troilo, en julio. Cortázar, en agosto. Separados por miles de kilómetros. Troilo vio la luz en una casa modesta de la calle Cabrera. Cortázar lo hizo en Bruselas, de padres argentinos (él diplomático) que lo trajeron a nuestro país a los cuatro años: infancia, adolescencia, juventud en Banfield y luego en el barrio de Agronomía. Cortázar caminó y conoció todo Buenos Aires. Vivió de joven en Bolívar, Chivilcoy y Mendoza, pero siempre volvía a su ciudad.

Fue diferente el tiempo de vida que les fue concedido. Troilo, sesenta años, y Cortázar, setenta. Pero Troilo empezó su faena muy joven, en cambio Cortázar dio muchas vueltas y encontró su verdadero lenguaje bastante tarde. Troilo tocaba el bandoneón a los 12 años, a los 16 formó un conjunto con Osvaldo Pugliese y Elvino Vardaro, y a los 23 ya dirigía su propia orquesta. Cortázar escribió desde muy chico, en experiencias necesarias pero dispersas: veinteañero, publicó un libro de poemas, luego una obra de teatro en verso. Sólo a los 37 años, en el libro Bestiario, encontró su voz.

No están unidos sólo por una fecha. No compartirán sólo los fastos celebratorios de la cronología, merecidos, pero a veces vacíos. Hay más. La clave de la secreta unión de Cortázar y Troilo está en el territorio que ambos exploraron e iluminaron. Y no me refiero sólo a Buenos Aires.

Los dos fueron habitantes del misterio.

Ciudad
Un cuento de Cortázar ilustra lo que trato de decir: "Las puertas del cielo". Está narrado por el doctor Marcelo Hardoy, un elegante abogado porteño que frecuenta las milongas junto a una pareja amiga: Mauro, puestero del Abasto, y su mujer, la morocha Celina. Este cuento le trajo a Cortázar muchos problemas. Es que la descripción de los milongueros, "cabecitas negras" a los cuales el doctor Hardoy califica de "monstruos", fue tomada por muchos como emanada del autor. El equívoco de confundir la opinión de un personaje con la del autor es un flagelo que nunca se disipa. Pero resulta que ese mismo doctor Hardoy tiene en el bailongo una experiencia que debería deponer todo prejuicio. Porque a ese cajetilla lo toca una revelación: Celina muere y los entristecidos Mauro y Hardoy, en un intervalo del velorio, y para distraerse, vuelven a la milonga, a ese Santa Fe Palace, de Plaza Italia, donde flota el espíritu de la muerta, y allí, entre los sones de orquestas como las de Canaro y D'Arienzo (o Troilo), ven a una mujer que les recuerda a Celina, que podría ser ella, pero no lo es, y los conmueve que la vida siga, tenaz, inexplicable.

Troilo entró al misterio cuando, en 1951, le avisaron que Homero Manzi había muerto. Entonces se encerró y compuso su tango más hermoso: "Responso". Una elegía, una exploración del enigma final, que en Troilo no es, sin embargo, trágica como la de Piazzolla en su "Adiós Nonino". El responso de Troilo es triste, pero sereno. Troilo y Piazzolla cumplieron una suerte de mandamiento del género: ofrecer un tango al colega que se fue. Horacio Salgán escribió "A don Agustín Bardi"; Osvaldo Pugliese, "A Orlando Goñi", dedicado al mítico pianista de las manos mágicas.

Cortázar viajó a París en 1951 y se estableció allí hasta su muerte. Pero no es cierto que sólo volvió cuando cayó la dictadura militar. Volvía cada dos años (por lo menos así lo hizo hasta 1974) para ver a su madre. Y a su hermana, a su abuela y a su tía; o sea, el harén femenino que lo bancaba desde el departamentito de Artigas 3246. Sin embargo, en Buenos Aires no escribía. Necesitaba los doce mil kilómetros que separan al Plata del Sena para escribir. En cambio, Troilo creaba junto al público al que iba destinada su música. Troilo y su letrista, Cátulo Castillo, compusieron el tango "La última curda" durante una madrugada, en el departamento de Pichuco, en la calle Paraná, frente al cabaret Chantecler. Habían cenado y se pusieron a la tarea. Era verano y el departamento tenía el balcón abierto. Los que salían del Chantecler escuchaban una música maravillosa que bajaba del segundo piso. Y se quedaban en la vereda embelesados con ese tango que nadie había oído nunca. Y lo ovacionaban.

No hace falta ser de Buenos Aires para leer a Cortázar o para escuchar a Troilo, como no hace falta ser polaco para emocionarse con Chopin o portugués para hacerlo con Pessoa. Pero ir a una milonga y luego leer "Las puertas del cielo" o tomar el tren en Retiro y bordear el terraplén donde se juega el mágico teatro de "Final del juego" son experiencias que enriquecen al lector. Saber qué significó Homero Manzi para Troilo ayuda a llorar mejor cuando se escucha "Responso".

Troilo y Cortázar nunca cejaron en su empeño creador. Con sus altos y sus bajos, no se dieron tregua. Fueron dos artistas que, además de su arte, dejaron una lección ética. A saber: sólo la entrega tenaz es pasaporte, indispensable aunque no único, para la pervivencia. Troilo fue un músico completo, casi un renacentista: ejecutante, compositor, conductor de una orquesta que convocó a músicos, arregladores y cantantes de muy diverso cariz, pero de pareja excelencia. Lo hizo todo y lo hizo todo bien. Fue, en el auténtico sentido del concepto, un clásico. Parecía casado con el éxito, y sin embargo supo reservar espacio para una experiencia de creación ardua. Hablo de sus dúos con el guitarrista Roberto Grela. Un dúo, aunque era cuarteto, pues de fondo, como el rumor lejano de una brisa, sonaban también guitarrón y contrabajo. El que tocaba con Grela es un Troilo íntimo, sin artificios, desnudo, él y su fuelle en riesgoso diálogo con una guitarra.

Cortázar escribió muchísimo y dejó mucho en el cajón. A medida que han ido apareciendo los libros póstumos de Cortázar, hemos comprendido el rigor con que trató su volcánica productividad. Esos libros prolongaron largamente su vida. Veintiocho años después de partir, en 2012, se publicó Cartas a Eduardo Jonquières, resumen de vida y resignificación de su obra.

Cortázar usó como epígrafe de "El perseguidor" la frase del Apocalipsis que podría ser el lema de uno y de otro, de esos dos porteños de ley que fueron Julio Cortázar y Aníbal Troilo: "Sé fiel hasta la muerte".  


© La Nación

miércoles, 23 de abril de 2014

Los secretos del éxito de Shakespeare




James Shapiro desmonta las teorías de la no autoría del poeta y dramaturgo inglés

Por Winston Manrique Sabogal

'Sueño de una noche de verano', de Ur Teatro
¡Shakespeare ha muerto! ¡Viva Shakespeare!

Hijo del Renacimiento, como Leonardo, Miguel Ángel, Rafael y Cervantes, la autoría de William Shakespeare ha sido cuestionada muchas veces. Setenta nombres, por lo menos, se han atribuido a la verdadera autoría de las obras shakespearanas. Una duda que, en los 450 años de su nacimiento, ha despejado James Shapiro. El profesor e investigador de la universidad de Columbia, abordó la cuestión en uno de los mejores estudios sobre el poeta y dramaturgo en Shakespeare. Una vida y una obra comprometidas (Gredos). Su conclusión es clara: Shakespeare es Shakespeare.

Otelo, Julio César, Enrique VI, Trabajos de amor perdidos…

Admirado ya en vida, logró el milagro de hacer sonar en un solo aplauso las palmas del público y los expertos, no solo de su época sino también a lo largo de estos cuatro siglos. Pero la sombra sobre su autoría ha aumentado en los últimos 150 años. Que si era alguien de la corte, que si era el nombre clave de un noble, que si era un político más culto, que si era el dramaturgo…

Si bien no se sabe su fecha exacta de nacimiento, sus padres lo registraron el 26 de abril de 1564, lo que significa que habría nacido entre el 19 y 25 de abril, ya que los bebés se registraban entre dos y seis días después de nacidos. Su muerte, en cambio, no deja dudas: 23 de abril de 1616.

Macbeth, El mercader de Venecia, El rey Lear…

Las razones de la polémica sobre la verdadera autoría, según James Shapiro resultan por momentos inexplicable. Aunque reconoce ciertos motivos: “No sobreviven muchas evidencias, aunque hay pruebas suficientes de su autoría, y el poderoso deseo de plantear y resolver un misterio. Otro más es la emoción de las teorías de conspiración, basadas en la exposición de cómo las autoridades e investigadores (como yo) han tratado de engañar al público. Pero sólo una persona escribió: William Shakespeare de Stratford”.

La grandeza de muchas de sus obras siempre ha despertado el misterio sobre su creador. Es la intriga tentadora del ser humano por desmontar la magia, por conocer el mecanismo y el origen de la belleza y lo sorprendente. La fascinación del enigma. Las preguntas ante lo sublime.
"No sobreviven muchas evidencias, aunque hay pruebas suficientes de su autoría, y el poderoso deseo de plantear y resolver un misterio"
A esto se suma la sombra de una autoría que diferentes generaciones quieren reinventar. La tentación de resolver un enigma porque “sus obras son como los diamantes contra la luz que al hacerlos girar el reflejo de su brillo es especial y nuevo en cada movimiento”, explica Shapiro. Ahí está Hamlet, por ejemplo: “durante varios siglos ha sido visto como un intelectual paralizado por el exceso de pensamiento; otros lo han visto como un hombre que lucha por superar una crisis espiritual o religiosa; otros como un hombre que está abrumado por un complejo de Edipo. Estoy seguro de que la próxima generación tendrá su propia explicación a Hamlet”. Las culturas cambian, los tiempos cambian, la mirada cambia.

La tempestad, Ricardo III, ucho ruido y pocas nueces, Cimbelino…

Una tentación irresistible la de cada generación que busca redescubrirlo, reinventarlo, de saber dónde está el misterio, qué escode y por qué en una persona así: hijo de un comerciante de lana, carnicero, arrendatario pero que conocía no solo la vida de la corte y el reino, sino, sobre todo, el alma humana mejor que nadie, los pasadizos oscuros de los deseos, sueños y ambiciones. Un misterio. Es lo que tiene el genio, dice Shapiro, y recuerda que otro como Shakespeare que murió en 1616 era hijo de un barbero: “Cervantes también podía ver en el corazón de las personas a través de las clases sociales. La observación, la empatía y la curiosidad son dones y habilidades de los más grandes artistas, independientemente de su estirpe o clase social, pero que luego deben trabajar en su perfeccionamiento”.

El genio y el talento solos no bastan. “Shakespeare era muy afortunado”. Su buen momento coincidió con el periodo de esplendor de Elisabeth I. Aunque, recuerda el investigador, él poeta y dramaturgo nació y creció en un pueblo con una escuela de gramática terrible. “Cuando era un niño se empezaron a construir en Londres teatros públicos que podían albergar hasta 3.000 personas. Como resultado de ello, la posibilidad de ganarse la vida como actor, escritor y accionista de una compañía de teatro sólo se hizo posible en Inglaterra en la vida de Shakespeare. También fue bendecido al escribir para un grupo de actores excepcionales en un momento de gran transformación: los ingredientes perfectos culturales y políticos para una carrera estelar”.

Romeo y Julieta, El sueño de una noche de verano, Antonio y Cleopatra…
"Era hijo de un comerciante de lana, carnicero, arrendatario pero que conocía no solo la vida de la corte y el reino, sino, sobre todo, el alma humana mejor que nadie, los pasadizos oscuros de los deseos, sueños y ambiciones"
En ese entorno William Shakespeare da rienda suelta a su innata creatividad. Estaba dotado de muchas maneras. Escribía simplemente cuando lo necesitaba y de manera compleja cuando la situación lo exigía. Bebía de historias del pasado, del presente y de su propio ingenio. Pero a todas las dotaba de originalidad, las crea y confirma que la clave de una obra de arte está en el cómo. “Sentía menos necesidad de inventar historias que de transformar los que otros habían escrito y así descubrir el núcleo de las verdades”, asegura Shapiro. Incluso, tenía la capacidad de ampliar la simpatía a los personajes más malvados y violentos. “Tenía un talento mágico para hacer que cada miembro de la audiencia sintiera que él le estaba hablando directamente”.

El espectador o lector lo agradece porque no solo ve en esas obras una parte de los demás, sino también de su propio yo invisible o agazapado. Yoes que conforman el puzle del ser humano que incluye los fragmentos contra los que la mayoría de personas pugnan por no dejar salir.

Ahí reside parte de su eternidad. Shapiro se pregunta en qué momento las obras de Shakespeare dejarán de interesar a la gente, o no hallarán las conexiones con sus vidas. Su reinado se prevé largo, ¿eterno? “Mientras vivamos en un mundo donde las emociones y los problemas que animan estas obras sean parte de la vida y la existencia diaria como la codicia, el deseo, el amor, la ambición política, el odio racial, las divisiones dentro y entre las familias y las naciones”, él sospecha que su eternidad no tendrá fin.

Hamlet, príncipe de Dinamarca, Tito Andrónico, Coriolano…
"Mientras vivamos en un mundo donde las emociones y los problemas que animan estas obras sean parte de la vida y la existencia diaria como la codicia, el deseo, el amor, la ambición política, el odio racial, las divisiones dentro y entre las familias y las naciones, Shakespeare seguirá vigente"
Shakespeare juega con nosotros y nosotros aceptamos encantados su juego. No solo en el tratar de descifrar su enigma y magia, sino en establecer cuáles son sus obras que más nos gustan. Dependerá del momento de la vida de cada uno; hoy podría ser Cimbelino, mañana Antonio y Cleopatra, y ayer pudo haber sido Romeo y Julieta u Otelo. James Shapiro vive un momento Rey Lear. Entre otras razones porque es el tema de un libro en el cual trabaja desde hace una década y que publicará en 2016, cuarto centenario de su muerte. “Tuve la suerte de ver una producción inigualable, brillante, hace unos meses en Londres, protagonizada por Simon Russell como Lear, dirigida por Sam Mendes. Fue una interpretación audaz y sumamente oscura de la obra, que se dirigió directamente a nuestro momento cultural”. Su personaje favorito de Shakespeare es uno muy pequeño: el siervo sin nombre en El rey Lear, que trata de detener a su amo y muere en el intento, su pequeña parte es inquietante. En Shakespeare, admite, incluso los personajes más pequeños pueden ser inolvidables.

Sus verdades esperan entre las sombras. Seducen, porque sus bellas palabras desenmascaran cosas que nos palpita dentro.  


© El País

Una pasión que nació leyendo Ivanhoe



Jacques Le Goff

Hasta el final de su vida Le Goff siguió produciendo investigaciones y ensayos fundamentales para comprender e interpretar la Edad Media sin clisés

Por 

Foto: La Nación
Hijo de un profesor de inglés de ideas anticlericales y de una profesora de piano católica, con inclinaciones sociales e izquierdistas, Jacques Le Goff nació en Toulon, el 1 de enero de 1924. Como recordó en numerosas ocasiones, su pasión por la Edad Media, brotó muy temprano de la conjunción de dos lecturas --Ivanhoe de Walter Scott y la Historia de Francia de Jules Michelet-- y las enseñanzas de Henri Michel, su profesor de historia en el liceo, quien más tarde sería un miembro activo de la Resistencia y uno de los principales especialistas en la Segunda Guerra Mundial. No obstante, las urgencias de la historia contemporánea retrasarían un poco la cita del joven Jacques y el Medioevo. En efecto, convocado durante la ocupación de Francia para el Servicio de Trabajo Obligatorio implementado por el gobierno de Vichy a requerimiento de la Alemania nazi, Le Goff huyó de Marsella, adonde se había trasladado para continuar sus estudios, se refugió en los Alpes y se sumó al maquis, con la tarea de recibir armas y medicamentos para la Resistencia.

Concluida la guerra y ya en las aulas de la prestigiosa École Normale Supérieure, Charles-Edmond Perrin lo orientó a investigar sobre la fundación, en el siglo XIV, de la Universidad de Praga, para lo cual viajó a esa ciudad, donde asistió al "golpe de Praga" de 1948. Esa circunstancia --señaló en diversas entrevistas-- lo alejó de la atracción que muchos de su generación sintieron por la URSS, aunque siempre reivindicó la necesidad de tener en cuenta y reflexionar acerca del aporte de Marx. Después de aprobar su concurso de agrégation, Le Goff pasó un año en Oxford y otro en Roma, trabajó un año en el CNRS (Centre National de la Recherche Scientifique) y se desempeñó como profesor asistente en la Facultad de Lille antes de obtener, en 1960, un cargo en la VI sección de la Escuela Práctica de Altos Estudios (EPHE) dirigida por Fernand Braudel, que sería de allí en más su principal ámbito de trabajo.

Luego de la publicación de dos libros pequeños y sustanciosos que desde entonces no han dejado de reeditarse (Mercaderes y banqueros de la Edad Media, en 1956 y Los intelectuales en la Edad Media, en 1957), la aparición de La civilización del Occidente medieval (1964) mostró a Le Goff plenamente volcado a profundizar las líneas transformadoras propuestas por la Escuela de los Anales (así llamada por la revista Annales d'Histoire Economique et Sociale, fundada en 1929 por Marc Bloch y Lucien Febvre). El gran objetivo es forjar una historia totalizadora y viva, superando la concepción de la historia como relato de una sucesión de acontecimientos militares, políticos y diplomáticos; internándose más allá de las fuentes tradicionales; enriqueciendo la mirada del historiador con las perspectivas de otras ciencias humanas. Los trabajos de Le Goff, Georges Duby, Pierre Nora y Philippe Ariès pronto ampliaron el campo de investigación, al principio centrado en la historia económica, la demografía y los problemas de la "larga duración", en la dirección de la historia de las mentalidades y la antropología cultural. En 1969 Le Goff accedió, junto con Emmanuel le Roy Ladurie y Marc Ferro, a la dirección de los Annales y tres años más tarde, sucedió a Braudel como presidente de la EPHE, que bajo su gestión se transformó en establecimiento autónomo con el nombre de Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales (EHESS).

Los compromisos institucionales no afectaron el vertiginoso ritmo con que Le Goff siguió produciendo a lo largo de toda su vida libros fundamentales para una comprensión de esa "larga" Edad Media [ver adelanto] liberada, tanto del estereotipo del oscurantismo lúgubre como de la visión idealizada de tiempo del amor y la caballería. Una Edad Media que --no dejaba de recordar-- nos legó desde la ciudad y las universidades hasta el tenedor. Son muestra de ello, entre otros títulos, Pour un autre Moyen Age (1977), El nacimiento del purgatorio (1981), El imaginario medieval (1985), La bolsa y la vida (1986), Saint Louis (1996), el Diccionario razonado del Occidente medieval (con J.-C. Schmitt, 1999), ¿Nació Europa en la Edad Media? (2003). Al mismo tiempo, concibió obras en que plasmó sus reflexiones historiográficas como Historia y memoria (1988), La Nueva Historia (con R. Chartier y J. Revel, 1978), Hacer la historia (con P. Nora, 1974).

Dotado de una envidiable claridad conceptual y expositiva, convencido de que la divulgación no sólo no está reñida sino que, muy por el contrario, es uno de los deberes del historiador ("Un historiador hoy tiene un triple deber: la investigación, la enseñanza y la divulgación", afirmó entrevistado por Martine Fournier), Le Goff se aventuró también en la arena de los medios masivos de comunicación, al producir, por ejemplo, el ciclo Los lunes de la historia, emitido por France Culture desde 1968.

"Historiador hasta el tuétano, ha estado, más que cualquier otro, atento a la dimensión fundamental de la historia, el tiempo y la conciencia del tiempo", escribía Pierre Nora en uno de los artículos de L'ogre historien (El ogro historiador, 1999), el libro de homenaje que sus colegas dedicaron a Jacques Le Goff, cuando él cumplió 75 años. Sus últimos libros, A la recherche du temps sacré. Jacques de Voragine et la Légende dorée (2011) y Faut-il vraiment découper l'histoire en tranches (2014), publicado apenas unos meses antes de su deceso el pasado 1 de abril, demuestran que esa atenta sensibilidad de historiador lo acompañó hasta sus últimos días.  


© La Nación

Europa se asocia con la Argentina en biología molecular



Acuerdo

Por  » @norabar 
Mail: nbar@lanacion.com.ar • Ver perfil

"La biomedicina actual está dentro de la big science: para hacer contribuciones importantes es imprescindible contar con instituciones de excelencia, la colaboración entre países y darle libertad al talento de los investigadores jóvenes."

Estas ideas, toda una declaración de principios, pertenecen a Iain Mattaj, director general del prestigioso Laboratorio Europeo de Biología Molecular (EMBL) , fundado hace cuarenta años por el físico Leo Szilárd y los premios Nobel James Watson y John Kendrew con la idea de crear un centro supranacional que liderara la investigación mundial en genética y biología molecular.

Ayer, gracias a un acuerdo firmado por el ministro de Ciencia, Lino Barañao, y el profesor Mattaj, la Argentina se convirtió en el primer país de América latina que se incorpora como miembro asociado de este centro, considerado uno de los primeros cinco del planeta por la jerarquía de sus investigaciones.

La membresía del EMBL, que tiene su sede central en Heidelberg y opera también desde otras cuatro ciudades europeas en Alemania, Francia, Gran Bretaña e Italia, facilitará la participación en "el campeonato de primera división" de la investigación biomédica internacional.

Integrado por 20 países y con Australia como miembro asociado, permitirá el desarrollo de investigaciones conjuntas; programas de formación de recursos humanos en centros europeos de excelencia; acceso preferencial a las instalaciones, y servicios del laboratorio europeo; participación en programas de infraestructura para la investigación; otorgamiento de titulaciones doctorales y posdoctorales conjuntas; promoción de cursos, talleres, capacitaciones y otras actividades; inclusión de instituciones argentinas en actividades desarrolladas por empresas vinculadas con el EMBL, y la creación de centros latinoamericanos de formación interdisciplinaria para el abordaje de problemas complejos, entre otros privilegios.

"Este acuerdo es realmente significativo, ya que forma parte de un proyecto estratégico para la Argentina -dijo Barañao-: implica la posibilidad de participar en centros de investigación del más alto nivel, poder enviar investigadores no sólo argentinos, sino también de otros países de la región; invitar a científicos destacados, acceder a equipamiento y colecciones de datos. Pero fundamentalmente significa que la Argentina será la conexión entre América latina y Europa en materia científico tecnológica. Por eso creemos que esta asociación tendrá un impacto importante no sólo desde el punto de vista de las investigaciones que podremos encarar, sino también en la política científica de países de la región."

"Estamos encantados de recibir a la Argentina, que tiene una sólida reputación en biología molecular, como país asociado -dijo Mattaj-. Una de las funciones del EMBL es proveer acceso a su infraestructura, alentar las colaboraciones, los intercambios y proveer entrenamiento a jóvenes que son el corazón de la comunidad científica. Y lo importante es que somos una organización que alienta a los que vienen a entrenarse o a trabajar a Heidelberg a retornar a su país de origen para enriquecerlo. Esto es el comienzo de una larga relación con América latina, guiada por la Argentina."

Y más adelante agregó: "Estamos para ayudar a los países miembros a organizar instituciones con un modelo similar al nuestro y para ayudarlos a colaborar entre sí."

El primer proyecto contemplado por el comité científico local del EMBL es un concurso de proyectos de bioinformática cuyo lanzamiento está previsto para septiembre.  


© La Nación

sábado, 19 de abril de 2014

La casa donde nació Cien años de soledad



Premio Nobel

En la calle La Loma, aún está el hogar del escritor, donde se escribió la novela que le daría fama mundial; durante ese tiempo, en 1966, el autor debió pasar varias penurias económicas

En esta casa, al sur de Ciudad de México, Gabriel García
Márquez escribió la novela Cien Años de Soledad
Mexico  La calle La Loma, llena de árboles, es sorprendentemente silenciosa para la zona donde se encuentra, a unos pasos de la avenida más transitada de Ciudad de México .
En el número 19 hay una casa de fachada blanca copada de plantas de enredaderas. A primera vista parece una vivienda igual a la de cualquier barrio de clase media en América latina.
Pero no lo es. En ese lugar, entre 1965 y 1966 Gabriel García Márquez escribió la que se considera su obra maestra, la novela Cien años de soledad.
Durante 18 meses y utilizando sólo sus dedos índice el premio Nobel de Literatura escribió seis horas al día, casi siempre por la mañana, un texto que originalmente tuvo 2000 hojas y que con las revisiones finales se redujo a 590.
Fueron meses difíciles y llenos de carencias económicas que, ha contado el escritor, muchas veces se cubrieron con la generosidad de amigos que llegaban a la casa por la noche con el pretexto de hablar de revistas o libros y llevaban "canastas de mercado que parecían casuales".
Y es que Gabo, como suele firmar las dedicatorias de sus libros, renunció a sus empleos -editor de las revistas Sucesos y La Familia, redactor de frases publicitarias- para dedicarse por completo a su novela.

Cuando quedaron pocos amigos "para exprimir" su esposa Mercedes Barcha Pardo se endeudó con el carnicero, el panadero y los vendedores de verduras de la colonia San Ángel Inn, donde se encuentra la casa, para alimentar a los dos hijos de la pareja.
"Logró créditos sin esperanzas con la tendera del barrio y el carnicero de la esquina", contó el premio Nobel.
Una anécdota que hoy en el barrio pocos recuerdan. BBC Mundo preguntó a un vigilante y dos vecinos si recordaban a la familia del escritor, pero la respuesta fue la misma: quienes la conocieron ya no viven allí, o algunos fallecieron hace tiempo.
"Está Lorenzo"
¿Se hubiera escrito Cien años de soledad sin la casa de La Loma 19? Tal vez no.
El mismo García Márquez ha dicho que la novela nació gracias a la solidaridad de sus amigos pero también a la comprensión de su casero, Luis Coudurier quien en ese entonces era oficial mayor de la alcaldía de Ciudad de México.

Y es que en la concepción y parto de la novela, Mercedes y Gabriel no pudieron pagar el alquiler durante nueve meses.
En marzo de 1966, cuando se debía un trimestre de renta, Coudurier tomó el teléfono y llamó a sus inquilinos. Contestó Mercedes y después de unos minutos de charla le dijo que podrían pagarle toda la deuda en seis meses.

"Perdone señora, ¿se da cuenta de que entonces será una suma enorme?", preguntó el casero. "Mire", respondió sin un temblor en la voz, "Gabriel está escribiendo un libro y está medio Lorenzo (loco); cuando termine seguramente le podrá pagar".
Al "buen licenciado", recuerda Gabo, "tampoco le tembló la voz para contestar: Muy bien, señora, con su palabra me basta. Y sacó sus cuentas mortales: La espero el siete de septiembre".
No fue así. El escritor recibió un cheque de US$500 enviado por la Editorial Sudamericana como adelanto por los derechos de su novela, que le permitió pagar el alquiler antes del plazo acordado.
Cuando nació el texto la vida en La Loma 19 cambió radicalmente. García Márquez, que a sus 38 años de edad había publicado cuatro libros que le abrieron las puertas del círculo cultural de Amércia latina, empezó a convertirse en un escritor de culto.
Al parejo de su fama también creció el valor de la casa en San Ángel Inn, a la que pronto cambió por una propiedad más grande en Coyoacán también en el sur de la capital mexicana.
A finales de la década de los años 80 Gabo quiso comprar la vivienda de La Loma, pero su ex casero no aceptó la oferta. "No se la vendo porque esa casa no tiene precio. Ahí se escribió Cien años de soledad", dijo Coudurier.
Vecino incómodo
Calle La Loma en San Ángel Inn, donde se encuentra
 la casa donde nació la obra maestra de García Márquez
Durante algún tiempo en la fachada de la casa se colocó una placa metálica para recordar que allí se escribió la épica novela, pero una noche alguien se la robó y desde entonces no se ha sustituido. La vivienda está habitada por una familia que sabe la historia pero no conoció al escritor, ni tampoco autorizó a BBC Mundo conocer el interior de inmueble.
A unas calles de la casa se encuentran los estudios de Televisa San Ángel, donde se produce la mayoría de las telenovelas, musicales y algunos de los programas más polémicos de la televisora como el que conduce Laura Bozzo, a quien algunas organizaciones mexicanas acusan de promover la discriminación en el país.
Como otras zonas de Ciudad de México, el barrio ha sufrido problemas de seguridad que son evidentes en las calles cerradas con rejas o bien en los guardias privados que las custodian.
En 1965 la zona se encontraba prácticamente en los suburbios de la capital, pero al paso de los años San Ángel Inn fue rodeada por barrios populares construidos incluso dentro de cañadas y sobre algunos cerros.
Allí casi nadie sabe que a unos metros nació la novela que según especialistas le valió a García Márquez el premio Nobel de Literatura. Para quienes viven en esta zona, que padece delincuencia y escasez de agua potable, las preocupaciones cotidianas son otras.  


viernes, 18 de abril de 2014

Mercedes Barcha, el amor de toda la vida de Gabriel García Márquez




Estuvieron 56 años juntos y tuvieron dos hijos; Mercedes fue su musa y su compañera

Gabriel García Márquez junto a su mujer de toda
la vida, Mercedes Barcha. Foto: Archivo
Era muy joven cuando Gabriel García Márquez supo con quién se quería casar; se lo hizo saber a la pequeña Mercedes Raquel Barcha Pardo, de nueve. Decidió que se casaría con ella al terminar sus estudios. Logró conquistarla y contrajeron nupcias en marzo de 1958 en la iglesia de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro de Barranquilla.

Según publicó el periódico colombiano El Tiempo, que entrevistó al escritor inglés Gerald Martin, autor de la biografía Gabriel García Márquez: una vida, Gabo conoció a su mujer en Magangué (Bolívar), a principios de la década de 1940, cuando Mercedes era apenas una niña de 9 años, y él estaba próximo a irse a estudiar a Zipaquirá. Tenía cinco años más que ella.

Cuenta Martin en este reportaje que Mercedes nació el 6 de noviembre de 1932 y, al igual que Gabo , fue la primogénita de los seis hijos que tuvo Raquel Pardo López, descendiente de una familia de ganaderos, y el farmacéutico Demetrio Barcha Velilla, cuyos ancestros fueron emigrantes que provenían de Oriente Medio.

A ella se refiere en Cien años de soledad. "De allí es de suponer la 'sigilosa belleza de una serpiente del Nilo', de Mercedes", al aludir a la manera como Gabo describe a 'Mercedes, la boticaria' en Cien años de soledad: "la mujer sigilosa y silenciosa, de cuello esbelto y ojos adormecidos".

García Márquez celebra su 87 cumpleaños

Estuvieron, hasta hoy, el día del fallecimiento del escritor, 56 años juntos. A Mercedes uno de los biógrafos del escritor la describe como "una mujer alta y linda con pelo marrón hasta los hombros, nieta de un inmigrante egipcio, lo que al parecer se manifiesta en unos pómulos anchos y ojos castaños grandes y penetrantes".

García Márquez siempre habló de ella con cariño orgulloso. Es conocida la amistad del escritor con Fidel Castro . En una ocasión Gabo dijo: "Fidel se fía de Mercedes aún más que de mí".

En 1959 tuvieron a su primer hijo, Rodrigo, que se convirtió en cineasta. En 1961 la familia se instaló en Nueva York donde García Márquez ejerció como corresponsal de Prensa Latina. Tras recibir amenazas y críticas de la CIA y de los exiliados cubanos, que no compartían el contenido de sus reportajes, decidió trasladarse a México y se establecieron en la capital, donde estuvo el resto de su vida. Tres años después nació su segundo hijo, Gonzalo, diseñador gráfico en Ciudad de México.

Aunque García Márquez tuvo residencias en París, Bogotá y Cartagena de Indias vivió la mayor parte del tiempo en su casa en México, donde fijó su residencia a principios de los años 60. Allí vivió hasta su despedida.  


© La Nación

La soledad de América Latina



LUTO EN LA TIERRA Y EN MACONDO

Discurso íntegro que Gabriel García Márquez dio al recibir el Premio Nobel de Literatura, en 1982


Gabriel García Márquez, durante la entrega del Nobel
en 1982. / 
AP
Antonio Pigafetta, un navegante florentino que acompañó a Magallanes en el primer viaje alrededor del mundo, escribió a su paso por nuestra América meridional una crónica rigurosa que sin embargo parece una aventura de la imaginación. Contó que había visto cerdos con el ombligo en el lomo, y unos pájaros sin patas cuyas hembras empollaban en las espaldas del macho, y otros como alcatraces sin lengua cuyos picos parecían una cuchara. Contó que había visto un engendro animal con cabeza y orejas de mula, cuerpo de camello, patas de ciervo y relincho de caballo. Contó que al primer nativo que encontraron en la Patagonia le pusieron enfrente un espejo, y que aquel gigante enardecido perdió el uso de la razón por el pavor de su propia imagen.

Este libro breve y fascinante, en el cual ya se vislumbran los gérmenes de nuestras novelas de hoy, no es ni mucho menos el testimonio más asombroso de nuestra realidad de aquellos tiempos. Los cronistas de Indias nos legaron otros incontables. Eldorado, nuestro país ilusorio tan codiciado, figuró en mapas numerosos durante largos años, cambiando de lugar y de forma según la fantasía de los cartógrafos. En busca de la fuente de la Eterna Juventud, el mítico Alvar Núñez Cabeza de Vaca exploró durante ocho años el norte de México, en una expedición venática cuyos miembros se comieron unos a otros y sólo llegaron cinco de los 600 que la emprendieron. Uno de los tantos misterios que nunca fueron descifrados, es el de las once mil mulas cargadas con cien libras de oro cada una, que un día salieron del Cuzco para pagar el rescate de Atahualpa y nunca llegaron a su destino. Más tarde, durante la colonia, se vendían en Cartagena de Indias unas gallinas criadas en tierras de aluvión, en cuyas mollejas se encontraban piedrecitas de oro. Este delirio áureo de nuestros fundadores nos persiguió hasta hace poco tiempo. Apenas en el siglo pasado la misión alemana de estudiar la construcción de un ferrocarril interoceánico en el istmo de Panamá, concluyó que el proyecto era viable con la condición de que los rieles no se hicieran de hierro, que era un metal escaso en la región, sino que se hicieran de oro.

La independencia del dominio español no nos puso a salvo de la demencia. El general Antonio López de Santana, que fue tres veces dictador de México, hizo enterrar con funerales magníficos la pierna derecha que había perdido en la llamada Guerra de los Pasteles. El general García Moreno gobernó al Ecuador durante 16 años como un monarca absoluto, y su cadáver fue velado con su uniforme de gala y su coraza de condecoraciones sentado en la silla presidencial. El general Maximiliano Hernández Martínez, el déspota teósofo de El Salvador que hizo exterminar en una matanza bárbara a 30 mil campesinos, había inventado un péndulo para averiguar si los alimentos estaban envenenados, e hizo cubrir con papel rojo el alumbrado público para combatir una epidemia de escarlatina. El monumento al general Francisco Morazán, erigido en la plaza mayor de Tegucigalpa, es en realidad una estatua del mariscal Ney comprada en París en un depósito de esculturas usadas.

Hace once años, uno de los poetas insignes de nuestro tiempo, el chileno Pablo Neruda, iluminó este ámbito con su palabra. En las buenas conciencias de Europa, y a veces también en las malas, han irrumpido desde entonces con más ímpetus que nunca las noticias fantasmales de la América Latina, esa patria inmensa de hombres alucinados y mujeres históricas, cuya terquedad sin fin se confunde con la leyenda. No hemos tenido un instante de sosiego. Un presidente prometeico atrincherado en su palacio en llamas murió peleando solo contra todo un ejército, y dos desastres aéreos sospechosos y nunca esclarecidos segaron la vida de otro de corazón generoso, y la de un militar demócrata que había restaurado la dignidad de su pueblo. En este lapso ha habido 5 guerras y 17 golpes de estado, y surgió un dictador luciferino que en el nombre de Dios lleva a cabo el primer etnocidio de América Latina en nuestro tiempo. Mientras tanto 20 millones de niños latinoamericanos morían antes de cumplir dos años, que son más de cuantos han nacido en Europa occidental desde 1970. Los desaparecidos por motivos de la represión son casi los 120 mil, que es como si hoy no se supiera dónde están todos los habitantes de la ciudad de Upsala. Numerosas mujeres arrestadas encintas dieron a luz en cárceles argentinas, pero aún se ignora el paradero y la identidad de sus hijos, que fueron dados en adopción clandestina o internados en orfanatos por las autoridades militares. Por no querer que las cosas siguieran así han muerto cerca de 200 mil mujeres y hombres en todo el continente, y más de 100 mil perecieron en tres pequeños y voluntariosos países de la América Central, Nicaragua, El Salvador y Guatemala. Si esto fuera en los Estados Unidos, la cifra proporcional sería de un millón 600 mil muertes violentas en cuatro años.

De Chile, país de tradiciones hospitalarias, ha huido un millón de personas: el 10 por ciento de su población. El Uruguay, una nación minúscula de dos y medio millones de habitantes que se consideraba como el país más civilizado del continente, ha perdido en el destierro a uno de cada cinco ciudadanos. La guerra civil en El Salvador ha causado desde 1979 casi un refugiado cada 20 minutos. El país que se pudiera hacer con todos los exiliados y emigrados forzosos de América Latina, tendría una población más numerosa que Noruega.

Me atrevo a pensar que es esta realidad descomunal, y no sólo su expresión literaria, la que este año ha merecido la atención de la Academia Sueca de las Letras. Una realidad que no es la del papel, sino que vive con nosotros y determina cada instante de nuestras incontables muertes cotidianas, y que sustenta un manantial de creación insaciable, pleno de desdicha y de belleza, del cual éste colombiano errante y nostálgico no es más que una cifra más señalada por la suerte. Poetas y mendigos, músicos y profetas, guerreros y malandrines, todas las criaturas de aquella realidad desaforada hemos tenido que pedirle muy poco a la imaginación, porque el desafío mayor para nosotros ha sido la insuficiencia de los recursos convencionales para hacer creíble nuestra vida. Este es, amigos, el nudo de nuestra soledad.

Pues si estas dificultades nos entorpecen a nosotros, que somos de su esencia, no es difícil entender que los talentos racionales de este lado del mundo, extasiados en la contemplación de sus propias culturas, se hayan quedado sin un método válido para interpretarnos. Es comprensible que insistan en medirnos con la misma vara con que se miden a sí mismos, sin recordar que los estragos de la vida no son iguales para todos, y que la búsqueda de la identidad propia es tan ardua y sangrienta para nosotros como lo fue para ellos. La interpretación de nuestra realidad con esquemas ajenos sólo contribuye a hacernos cada vez más desconocidos, cada vez menos libres, cada vez más solitarios. Tal vez la Europa venerable sería más comprensiva si tratara de vernos en su propio pasado. Si recordara que Londres necesitó 300 años para construir su primera muralla y otros 300 para tener un obispo, que Roma se debatió en las tinieblas de incertidumbre durante 20 siglos antes de que un rey etrusco la implantara en la historia, y que aún en el siglo XVI los pacíficos suizos de hoy, que nos deleitan con sus quesos mansos y sus relojes impávidos, ensangrentaron a Europa con soldados de fortuna. Aún en el apogeo del Renacimiento, 12 mil lansquenetes a sueldo de los ejércitos imperiales saquearon y devastaron a Roma, y pasaron a cuchillo a ocho mil de sus habitantes.

No pretendo encarnar las ilusiones de Tonio Kröger, cuyos sueños de unión entre un norte casto y un sur apasionado exaltaba Thomas Mann hace 53 años en este lugar. Pero creo que los europeos de espíritu clarificador, los que luchan también aquí por una patria grande más humana y más justa, podrían ayudarnos mejor si revisaran a fondo su manera de vernos. La solidaridad con nuestros sueños no nos haría sentir menos solos, mientras no se concrete con actos de respaldo legítimo a los pueblos que asuman la ilusión de tener una vida propia en el reparto del mundo.

América Latina no quiere ni tiene por qué ser un alfil sin albedrío, ni tiene nada de quimérico que sus designios de independencia y originalidad se conviertan en una aspiración occidental.

No obstante, los progresos de la navegación que han reducido tantas distancias entre nuestras Américas y Europa, parecen haber aumentado en cambio nuestra distancia cultural. ¿Por qué la originalidad que se nos admite sin reservas en la literatura se nos niega con toda clase de suspicacias en nuestras tentativas tan difíciles de cambio social? ¿Por qué pensar que la justicia social que los europeos de avanzada tratan de imponer en sus países no puede ser también un objetivo latinoamericano con métodos distintos en condiciones diferentes? No: la violencia y el dolor desmesurados de nuestra historia son el resultado de injusticias seculares y amarguras sin cuento, y no una confabulación urdida a 3 mil leguas de nuestra casa. Pero muchos dirigentes y pensadores europeos lo han creído, con el infantilismo de los abuelos que olvidaron las locuras fructíferas de su juventud, como si no fuera posible otro destino que vivir a merced de los dos grandes dueños del mundo. Este es, amigos, el tamaño de nuestra soledad.

Sin embargo, frente a la opresión, el saqueo y el abandono, nuestra respuesta es la vida. Ni los diluvios ni las pestes, ni las hambrunas ni los cataclismos, ni siquiera las guerras eternas a través de los siglos y los siglos han conseguido reducir la ventaja tenaz de la vida sobre la muerte. Una ventaja que aumenta y se acelera: cada año hay 74 millones más de nacimientos que de defunciones, una cantidad de vivos nuevos como para aumentar siete veces cada año la población de Nueva York. La mayoría de ellos nacen en los países con menos recursos, y entre éstos, por supuesto, los de América Latina. En cambio, los países más prósperos han logrado acumular suficiente poder de destrucción como para aniquilar cien veces no sólo a todos los seres humanos que han existido hasta hoy, sino la totalidad de los seres vivos que han pasado por este planeta de infortunios.

Un día como el de hoy, mi maestro William Faulkner dijo en este lugar: «Me niego a admitir el fin del hombre». No me sentiría digno de ocupar este sitio que fue suyo si no tuviera la conciencia plena de que por primera vez desde los orígenes de la humanidad, el desastre colosal que él se negaba a admitir hace 32 años es ahora nada más que una simple posibilidad científica. Ante esta realidad sobrecogedora que a través de todo el tiempo humano debió de parecer una utopía, los inventores de fábulas que todo lo creemos, nos sentimos con el derecho de creer que todavía no es demasiado tarde para emprender la creación de la utopía contraria. Una nueva y arrasadora utopía de la vida, donde nadie pueda decidir por otros hasta la forma de morir, donde de veras sea cierto el amor y sea posible la felicidad, y donde las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la tierra.

Agradezco a la Academia de Letras de Suecia el que me haya distinguido con un premio que me coloca junto a muchos de quienes orientaron y enriquecieron mis años de lector y de cotidiano celebrante de ese delirio sin apelación que es el oficio de escribir. Sus nombres y sus obras se me presentan hoy como sombras tutelares, pero también como el compromiso, a menudo agobiante, que se adquiere con este honor. Un duro honor que en ellos me pareció de simple justicia, pero que en mí entiendo como una más de esas lecciones con las que suele sorprendernos el destino, y que hacen más evidente nuestra condición de juguetes de un azar indescifrable, cuya única y desoladora recompensa, suelen ser, la mayoría de las veces, la incomprensión y el olvido.

Es por ello apenas natural que me interrogara, allá en ese trasfondo secreto en donde solemos trasegar con las verdades más esenciales que conforman nuestra identidad, cuál ha sido el sustento constante de mi obra, qué pudo haber llamado la atención de una manera tan comprometedora a este tribunal de árbitros tan severos. Confieso sin falsas modestias que no me ha sido fácil encontrar la razón, pero quiero creer que ha sido la misma que yo hubiera deseado. Quiero creer, amigos, que este es, una vez más, un homenaje que se rinde a la poesía. A la poesía por cuya virtud el inventario abrumador de las naves que numeró en su Iliada el viejo Homero está visitado por un viento que las empuja a navegar con su presteza intemporal y alucinada. La poesía que sostiene, en el delgado andamiaje de los tercetos del Dante, toda la fábrica densa y colosal de la Edad Media. La poesía que con tan milagrosa totalidad rescata a nuestra América en las Alturas de Machu Pichu de Pablo Neruda el grande, el más grande, y donde destilan su tristeza milenaria nuestros mejores sueños sin salida. La poesía, en fin, esa energía secreta de la vida cotidiana, que cuece los garbanzos en la cocina, y contagia el amor y repite las imágenes en los espejos.

En cada línea que escribo trato siempre, con mayor o menor fortuna, de invocar los espíritus esquivos de la poesía, y trato de dejar en cada palabra el testimonio de mi devoción por sus virtudes de adivinación, y por su permanente victoria contra los sordos poderes de la muerte. El premio que acabo de recibir lo entiendo, con toda humildad, como la consoladora revelación de que mi intento no ha sido en vano. Es por eso que invito a todos ustedes a brindar por lo que un gran poeta de nuestras Américas, Luis Cardoza y Aragón, ha definido como la única prueba concreta de la existencia del hombre: la poesía.  

Muchas gracias.


© El País