viernes, 7 de marzo de 2014

Stanley Kubrick: El cineasta considerado el último demiurgo



El 7 de marzo de 1999 fallecía en Harpenden (Gran Bretaña) el cineasta al que muchos consideraron como el último gran demiurgo del séptimo arte.

Stanley Kubrick: el último demiurgo

Tom Cruise (i), Stanley Kubrick y Sidney Pollack
(d) discuten sobre una escena de 'Eyes Wide Shut'
una de las últimas fotografías de rodaje del director
Stanley Kubrick (Nueva York, Estados Unidos, 1928), tan frío y penetrante como Hal 9000, tan metódico como el Sterling Hayden de 'Atraco perfecto', tan obsesivo como Jack Torrance buscando el centro del laberinto del hotel Overlook. 

Cuentan las leyendas que llevaba un control diario casi patológico de la recaudación generada por sus películas alrededor del mundo y que envidiaba de alguien como Steven Spielberg —con quien quiso colaborar en el proyecto de 'A.I. Inteligencia Artificial'— su capacidad de conectar con el gran público.

No hay película suya que no haya crecido en peso e influencia con el paso del tiempo. Nunca recibió el Oscar al mejor director, pero su filmografía alberga no pocas obras maestras, títulos que marcarían un antes y un después en la historia de sus respectivos géneros y abrirían puertas inéditas en el lenguaje del medio. 

Maestro del plano simétrico, arquitecto visual capaz de integrar los últimos hallazgos técnicos, Stanley Kubrick —que empezó su carrera como fotógrafo en la revista 'Look' antes de tantear al cine con sus cortos 'The Flying Padre' y 'Day of Fight' (ambos de 1951)— fue, ante todo, un creador tocado por el genio con una compleja e incisiva mirada sobre lo humano. Y, en puntuales ocasiones, también sobre lo divino (o lo inefable).

'Fear and desire' (1953)

la actriz Virginia Leith interpreta a la mujer capturada
por los soldados liderados por Paul Mazursky
“Hay una guerra en este bosque. No es una guerra que se haya librado, ni una que vaya a tener lugar en el futuro, sino cualquier guerra”. Con esta voz en 'off', cuyo tono parecía adelantar al que usaría Rod Serling en la serie 'Más allá de los límites de la realidad', se abría la ópera prima que Stanley Kubrick se empeñó en retirar de circulación para que ninguno de sus incondicionales pudiera ver sus titubeos de principiante. 

En 2010, el hallazgo de una copia nueva en un laboratorio de Puerto Rico hizo posible la restauración y difusión de esta abstracción anti-bélica que, junto a su palpable pretenciosidad, incluía tempranos rastros del talento visual del cineasta y de su inclemente visión del mundo. 

El futuro director Paul Mazursky encarnaba a la figura más crispada de este pelotón caído en territorio enemigo.

'El beso del asesino' (1955)

Davey, el boxeador acabado (interpretado por Jamie
Smith) contempla a su vecina Gloria (Irene Kane)
Un boxeador, una mujer fatal y un jefe oscuro conforman el triángulo básico de este 'film noir' reducido a su esencia, que Kubrick dirigió, fotografió, montó, coescribió y coprodujo con los 40.000 dólares que le prestó su tío farmacéutico —que ya había ejercido de mecenas en su debut—. 

La United Artists impuso un final feliz que no le hizo ningún favor a esta enérgica miniatura en la que Guillermo Cabrera Infante supo ver la promesa de “una imperfecta brecha 'amateur' en el sólido y demasiado perfecto edificio de Hollywood”. 

En 1983, el director Matthew Chapman estrenó 'El beso de un extraño', película que convertía el rodaje del segundo largo de Kubrick en materia de ficción.

'Atraco perfecto' (1956)

Sterling Hayden con una máscara de payaso
en mitad del golpe
En ocasiones, las libertades de traducción que se toman los títulos españoles dan en el blanco: el bautismo local de 'Atraco perfecto' asoció por primera vez el concepto de perfección a la figura de Kubrick. 

Una perfección que el cineasta no cejaría en buscar a partir de ese momento y que aquí cristalizó en un ejercicio de alta precisión, adaptando sabiamente los juegos con el espacio y el tiempo de la novela original de Lionel White en que se basaba. 

Una estrategia cerebral e impecable se fractura en deriva caótica en un trabajo brillante de principio a fin, que contó con la participación de Jim Thompson en los diálogos.

'Senderos de gloria' (1957)

Kirk Douglas interpreta al Coronel Dax
Los virtuosos planos secuencia en el interior de las trincheras del ejército francés en plena Primera Guerra Mundial no inclinaron la balanza de esta película por el lado del formalismo vacío. 

Por el contrario, el alegato anti-militarista de Kubrick, alrededor del consejo de guerra aplicado a tres soldados acusados de cobardía, se convirtió en un trabajo provocador y manifiestamente incómodo que no logró estrenarse en Francia hasta 1975 y en España hasta 1986. 

La airada reacción del actor Adolphe Menjou cuando Kubrick le pidió una toma más tras diecisiete repeticiones fue el temprano manifiesto de que la minuciosidad del cineasta se iba a granjear muchas antipatías.

'Espartaco' (1960)

Espartaco (Kirk Douglas) se enfrenta a otro gladiador
Una súper-producción podía convertirse en un manifiesto político contra toda forma de opresión, como se empeñó en demostrar Kirk Douglas, verdadero motor del proyecto, en esta película que se atrevió a plantarle cara al 'mccarthysmo' confiándole el guión al represaliado Dalton Trumbo y acreditando públicamente su autoría. 

Fue el proyecto de mayor envergadura que había afrontado hasta la fecha un treintañero Kubrick, que entró, con el rodaje ya en marcha, sustituyendo a Anthony Mann. 

También fue la película en la que tuvo un menor control creativo. En 1991, una copia restaurada restituyó al conjunto la escena donde Laurence Olivier y Tony Curtis les daban un doble sentido a las ostras y a los caracoles.

'Lolita' (1962)

Peter Sellers y la Lolita de Sue Lyon
La escena en la que James Mason, en la piel de Humbert Humbert, recibe las condolencias por la muerte de su esposa, mientras está sumergido en la bañera con un vaso de whisky flotando en la superficie, da la medida del control del tono logrado por Kubrick en esta adaptación del clásico de Nabokov que, sobre el papel, se antojaría un proyecto totalmente suicida. 

El director tomó una decisión de alto riesgo al confiarle el papel dramático del esquivo Clare Quilty a un cómico como Peter Sellers, pero el resultado demostró que Kubrick sabía perfectamente a qué cartas estaba jugando. 

Las gafas en forma de corazón que lucía Sue Lyon se erigieron en icono de esta historia sobre la seducción de la Vieja Europa por la América de la piruleta y la Coca-Cola.

'¿Teléfono rojo?, volamos hacia Moscú' (1964)

La Sala de Guerra, donde se decide el
destino de la humanidad
¿La voz de Vera Lynn poniendo dulce fondo musical a una coreografía de hongos atómicos? ¿Un 'cowboy' cabalgando sobre la bomba que provocará el Armagedón? ¿Peter Sellers interpretando tres papeles a la vez y cobrando como si fuese seis actores en uno?. 

El semblante serio y grave de Kubrick escondía a un maestro de la sátira política como demostró esta comedia apocalíptica que logró esquivar todo peligro de quedarse en triunfo coyuntural para proyectar una luz sobre el futuro que, para nuestra desgracia, sigue en plena vigencia. 

La presencia en el guión del gran Terry Southern introdujo varias dosis de lisérgico espíritu contracultural a un conjunto que jugaba al delirio con cara de burócrata.

'2001: Una odisea del espacio' (1968)

El actor Keir Dullea
Entre el hueso prehistórico lanzado al aire en plena furia homínida y la sofisticada nave espacial que desciende en el firmamento a los sones de 'El Danubio Azul' no ocurre, en el fondo, nada relevante: ¿unos cuantos millones de años?, ¿la historia entera de la humanidad?. 

La elipsis más radical de todos los tiempos llevaba, pues, incorporada toda una visión del mundo: nada cambia entre la guerra primitiva y esa humanidad aséptica que inspirará planes de exterminio en sus propias creaciones cibernéticas. 

Con el respaldo de un coloso del género como Arthur C. Clarke y efectos especiales del visionario Douglas Trumbull, Kubrick propulsó la ciencia-ficción cinematográfica a su edad adulta con esta obra épica de alto calado filosófico y un enigmático monolito en su centro.

'La naranja mecánica' (1971)

El Álex de Malcolm McDowell
La ultraviolencia de unas tribus urbanas de moralidad mutante se enfrenta al metódico sadismo institucional en esta deslumbrante adaptación de la novela de Anthony Burgess que le daba un giro pop —y, en ocasiones, declaradamente blasfemo— a las estrategias de montaje de Sergei Eisenstein. 

Ni la música de Beethoven, ni la canción que dio título a 'Cantando bajo la lluvia' pueden sonar igual después de esta película que el propio Kubrick decidió retirar de la distribución en Gran Bretaña durante 27 años, tras la polémica generada por varias agresiones supuestamente inspiradas por las actividades de Álex y sus Drugos. 

La banda sonora la compuso Walter Carlos, virtuoso de la electrónica que se hallaba en pleno proceso de reasignación de género.

'Barry Lyndon' (1975)

Una de las secuencias iluminadas únicamente
con la luz de las velas
Adaptación de la novela picaresca de William Thackeray, 'Barry Lyndon' fue recibida en su momento por buena parte de la crítica como un ejercicio de preciosismo estético vacío de todo espesor humano. 

El paso del tiempo ha acabado poniendo en sitio a la que hoy muchos consideran como uno de los logros mayores del cineasta. 

El director de fotografía John Alcott iluminó algunos interiores con la luz de las velas, intentando acercarse a la textura de los trabajos pictóricos de William Hogarth que Kubrick le había sugerido como referencia. 

La ascensión (desde el fago irlandés) y caída (en la cúspide social) del buscavidas Redmond Barry (Ryan O’Neal) encajó a la perfección con las maneras de un cineasta que siempre miró la realidad con un escéptico arqueo de ceja, sin piedad, ni sentimentalismos.

'El resplandor' (1980)

Danny Torrance (Danny Lloyd) en su paseo
con el triciclo por el hotel
Armado con su flamante Steadicam, Kubrick recorrió los pasillos del hotel Overlook como un niño con un juguete nuevo… como el propio Danny Torrance montado en su triciclo al encuentro de gemelas fantasmales y otras presencias inquietantes. 

La novela de Stephen King inspiró al director para darle la vuelta por completo a las claves góticas del género de terror: frente a los caserones sombríos, aquí el Mal acechaba a plena luz en un enclave aislado por una nieve cegadora. 

En el documental 'Room 237' de Rodney Ascher se compilan todas las interpretaciones generadas por el filme —algunas de ellas sumamente delirantes—, demostrando que, en ocasiones, la tendencia a la sobre-interpretación del crítico de cine medio no es menos incontrolable que la locura de Jack Torrance en pleno bloqueo creativo.

'La chaqueta metálica' (1987)

Lee Ermey como el sargento de artillería Hartman
entrenando a sus reclutas
Partiendo de la novela 'The Short-Timers' de Gustav Hasford y contando con la colaboración en el guion del ex-corresponsal de guerra Michael Herr, Kubrick realizó su película sobre Vietnam muchos años después de que Francis Ford Coppola, Michael Cimino y Hal Ashby afrontaran el tema. 

Por supuesto, no se trataba de llegar antes: aquí, Vietnam era un mero pretexto para que Kubrick siguiese profundizando en el tema de la guerra como hilo conductor de la Historia y factor recurrente de su filmografía. 

El primer tramo de la película, que documenta el proceso de lavado de cerebro de los soldados y sus efectos sobre el frágil recluta patoso (Vincent D’Onofrio), se cuenta entre lo más estremecedor que ha podido mostrar el cine bélico… lejos del frente.

'Eyes wide shut' (1999)

Bill Harford (Tom Cruise) en mitad del rito de Somerton
El 'Relato soñado' de Arthur Schnitzler se transforma en un vals perverso sobre la psique masculina asediada por los celos en una película que revela nuevas complejidades tras cada revisión. 

La escena de la orgía organizada por una sociedad secreta fue el plato fuerte de un trabajo por lo general incomprendido en el momento del estreno, pero que supo extraer de las tensiones entre el matrimonio formado por Tom Cruise y Nicole Kidman una energía dramática oscura, dolorosa y verdadera. 

'Eyes Wide Shut' fue un testamento a la altura de la leyenda 'kubrickiana', que tuvo su particular coda en el libro donde el guionista Frederick Raphael detallaba su experiencia de trabajar al lado del obsesivo demiurgo. 



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Los escritores argentinos y la libertad



Plan de evasión

En este breve ensayo, Gonzalo Garcés analiza una serie de obras cruciales de la literatura nacional, desde El matadero hasta El beso de la mujer araña, y descubre que todas ellas contribuyen a perfilar una noción de libertad emparentada con la desconfianza, el escepticismo, la elusión de la ley y la prescindencia en la esfera pública.

Foto archivo / La Nación • @ADNcultura
¿Cómo se representa la libertad en la literatura argentina? A primera vista, la pregunta parece rara. Esto no es Francia ni Estados Unidos. Qué tenemos que ver con el río de Huckleberry Finn, con esos personajes de Stendhal que se infiltran por las rendijas de la sociedad y consiguen salir intactos, con el barco desaforado del capitán Ahab, con las explosiones de independencia de Philip Roth, con los manifiestos de Jonathan Franzen. La literatura argentina, sentimos, tiene que ver con otra cosa. Con cierta forma, abarcadora de todo y casi metafísica, de crítica. También con cierta idea de abstención.
Alejandro Rubio dice que el escritor argentino es incapaz de confiar hasta en el mismo acto comunicativo: "El productor, ya lo sabemos -dice el poeta de Música mala- es un estafador, el destinatario es tan idiota como malintencionado." Pero, pensándolo bien, esa imagen del escritor argentino como deschavador absoluto también postula una forma de libertad, una de las formas posibles de la "libertad argentina"; y es más, en ciertas épocas el mundo ha parecido hacer suya esa libertad. Por ejemplo, el posestructuralismo de los años sesenta y setenta se puede entender como una momentánea argentinización de Occidente. La desconfianza argentina frente al acto comunicativo, inoculada por Borges, les sirvió en determinado momento a europeos y norteamericanos para zafar de un humanismo ya caducado. En otras épocas, en cambio, la libertad argentina ha parecido más bien pobre.
Pero siempre vuelve. Hace unos meses, en una edición casi secreta, se publicó El gran surubí, novela en sonetos de Pedro Mairal. Poco después, Gabriela Cabezón Cámara en un artículo declaró la importancia del libro. Para Cabezón Cámara, hay que leer El gran surubí porque es nada menos que la actualización -necesaria, esperada- del género nacional por excelencia, la gauchesca. Es verdad que es notorio el parecido con el Martín Fierro. Al gaucho de José Hernández lo obligan a servir en la frontera; en El gran surubí, Ramón Paz, un escritor que juega fútbol cinco con sus amigos, está festejando un gol cuando vienen a reclutarlo a la fuerza. Los dos desertan.
Las diferencias también son interesantes. Al desertar, Fierro da la espalda a un proyecto colectivo: el programa sarmientino de exterminar al indio y plantar en todo el territorio patrio la república liberal. Ese proyecto lo reclama como carne de cañón y Fierro decide que no es para él. En definitiva, prefiere irse a vivir con los indios. De esta forma, el que fue propuesto por Leopoldo Lugones y consagrado por los lectores como arquetipo de la argentinidad es Martín Fierro, el hombre que le hace el más inolvidable fuck you a la Argentina. La deserción de Ramón Paz tiene un valor distinto, porque la Argentina de El gran surubí no es un país en construcción sino en trance de hacerse pedazos: en la distopía de Mairal hay desabastecimiento de carne y el gobierno manda a los reclutas a pescar surubíes en el Paraná. Paz, literalmente, se fuga de un naufragio.
Es imposible no sentir, cuando el personaje de Mairal deja abruptamente la "civilización" del barco para sumergirse en la "barbarie" del agua y los camalotes, una emoción familiar, un rito de purificación y de pasaje muchas veces repetido en la mitología nacional. En la cultura argentina la palabra libertad, de tanto ser usada por dictadores y ministros de Economía, hace mucho que es sospechosa; lo que está vivo en el lenguaje literario es la forma relativa del vocablo: liberación. ¿De qué? De lo que sea: de la república conservadora de 1870 o de ese régimen sin nombre del que habla El gran surubí y que puede ser un trasunto del kirchnerismo. El argentino de esta fábula secular, para ser libre, tiene que saltar por la borda del Estado argentino. Desconfianza borgeana frente a los relatos, deserción a lo Hernández de ese relato colectivo que es el Estado: ¿cómo puede ser que persistan, al cabo de casi dos siglos, las mismas representaciones de la libertad?
 La libertad como renuncia 
El 13 de diciembre de 1828, por orden del Partido Unitario, fue asesinado en Buenos Aires el gobernador Manuel Dorrego. Un año después la Legislatura eligió gobernador al federal Juan Manuel de Rosas, quien, en nombre del pueblo y de la autonomía de las provincias, destruyó la autonomía provincial y ejecutó una política conservadora durante los siguientes veintitrés años. Antes de Rosas, los unitarios habían gobernado durante una década y, en nombre de la Constitución y la República, habían negado a las provincias participación en el gobierno, en la redacción de la Constitución de 1826 y en las regalías de la aduana nacional, al mismo tiempo que endeudaban al país y producían una mascarada de la cultura europea. Hacia 1840, en una estancia de Luján, el joven unitario Esteban Echeverría termina de escribir El matadero; con ese acto empieza la literatura argentina. Que la literatura argentina tenía razones, desde ese comienzo, para desconfiar de todo relato oficial no cuesta entenderlo. Los escritores argentinos tienen que lidiar con un problema de lenguaje no menor: los liberales no son liberales, los federales no son federales, el pueblo no es el pueblo, el país nadie sabe bien qué es.
Para no morir, entonces, el lenguaje tiene que volverse irónico. Ese rasgo está en El matadero. Un siglo más tarde, hacia 1980, Ricardo Piglia nota que en el Buenos Aires de la dictadura las paradas de colectivos han pasado a llamarse -como si la señalización dijera la verdad sobre la represión que se vivía- "zona de detención"; con esta apropiación irónica del discurso del Estado, el autor de Respiración artificial sigue a Echeverría. El narrador de El matadero repite con reverencia irónica los tópicos del régimen rosista: Rosas es el Restaurador de las leyes, los unitarios son salvajes, en la Confederación reinan el orden y la prosperidad; pero ahí están el barro, las cuchillas, la obsecuencia, el hambre y la muerte para deschavarlo. Sin embargo, en este punto se produce también un movimiento extraño, un desplazamiento que convierte El matadero en un artefacto más complejo, y que también se convertirá en marca de la literatura argentina: el impugnador, en un sentido visceral, se identifica con el impugnado.
En el clímax del relato aparece el unitario; la muchedumbre lo patotea hasta que el joven, soltando un chorro de sangre por la boca, "revienta de rabia". Como muchos han notado, este personaje, que en teoría concentra las simpatías del autor, tiene rasgos amanerados. Cada vez que vuelvo a leerlo, siento asco por la sangre y la mierda en la que se revuelcan los federales; pero cuando el unitario les dice: "Infames sayones, ¿qué intentan hacer de mí?", no puedo evitar sentir que un poco se merece lo que se viene. ¿No es este muchacho, pese a las intenciones manifiestas de Echeverría, una crítica demoledora a los unitarios con su falta de calle, su desprecio aristocrático, su ignorancia de la realidad del país? Un deseo histérico recorre El matadero: que el frágil unitario pierda, que ganen los potentes federales, pero que la superioridad moral sea patrimonio del primero. Que la fuerza triunfe, pero permanecer uno mismo inocente de todo uso de la fuerza. Como sucederá con muchos personajes de Borges -y con tantos políticos rivadavianos, frondizistas, alfonsinistas, adictos todos al renunciamiento histórico-, la única manera de preservar la libertad de conciencia es abandonar el campo de batalla al adversario.
En su "Fragmento preliminar", Alberdi en cierta forma racionaliza este deseo inconfesable, al decir que Rosas es un tirano, sí, pero también una etapa necesaria en la construcción del país. Al adoptar la perspectiva de la eternidad, consigue reconciliar la admiración visceral por la potencia de Rosas y la aspiración a la libertad republicana. Pero Echeverría, sumergido en las circunstancias, tiene que lidiar acá y ahora con la pregunta: ¿cómo ser libre? La respuesta está en el desenlace de El matadero.
Antes de la aparición del unitario, los federales persiguen a un toro que se ha escapado; al fin lo capturan y el carnicero Matasiete, triunfal, muestra los testículos ensangrentados como un trofeo. Este incidente prefigura la captura del unitario, que también tiene un fuerte contenido sexual: "Abajo los calzones a ese mentecato cajetilla, y a nalga pelada denle verga". La escena sugiere que los federales van a violar al unitario y después lo castrarán; psicológicamente, en el cuento esto ya ha sucedido. Consumada así la cesión de su virilidad a los captores, sólo le queda al unitario morir, y lo hace por un acto de libre voluntad. Suele olvidarse que El matadero no es la historia de un asesinato, sino de un suicidio.
¿Es la extinción voluntaria la consecuencia lógica, cuando se lleva hasta sus últimas consecuencias, de una "libertad argentina" que consiste, en lo fundamental, en abstenerse de participar en la sociedad y la vida? Este movimiento que aparece en El matadero se confirma y se amplía en el Facundo de Sarmiento, texto que en muchos aspectos es su continuación. Como tantos han notado, Sarmiento está fascinado con la fuerza de Rosas. Cuando lo impreca, su retórica está llena de imágenes de vastedad, de autenticidad, de fuerza. Cuando narra el bloqueo de Francia en el Río de la Plata y la resistencia de Rosas, sin quererlo (pero un escritor, por supuesto, no hace nada sin quererlo, aunque sea de manera inconsciente) muestra a Rosas como un patriota, mientras el narrador, abyectamente, deplora que "todo lo que de bárbaro tenemos" no acepte someterse a "la Europa culta".
Como si advirtiera que toda la vitalidad, la personalidad, la hombría en su relato ha sido acaparada por el bárbaro Rosas, Sarmiento cambia de estrategia: procede a aniquilarlo literariamente, negándole la condición de individuo. El libro está consagrado a demostrar que el determinismo de la tierra, del clima, del silencio de la pampa no pueden sino dar como fruto monstruoso a Rosas. Al final del Facundo sólo queda la tierra agreste, sin individuos, muerta para la historia. Ahora bien, en esa Europa culta que Sarmiento admiraba, unos años antes, el joven Arthur Schopenhauer había publicado El mundo como voluntad y representación. Schopenhauer llega a conclusiones tan melancólicas como Sarmiento. La vida, expresión individual de la Voluntad universal, no es más que lucha y sufrimiento. Participar en el mundo es inútil; el hombre debe comprender que su enemigo y él son una misma cosa, y por fin alcanzar el nirvana, que significa aniquilación. Esa libertad pesimista, schopenhaueriana, que consiste en rechazar el mundo real, es una de las vertientes de la "libertad argentina".
 La libertad hacia adentro 
En medio de la llanura muerta para la historia, Buenos Aires se alza como un espejismo. La conciencia de haber construido una ciudad de pura apariencia, como si fuera el recuerdo de una Europa imaginaria; la inquietud persistente -que aparece en 1810 en la conspiración de Moreno contra Saavedra, convulsiona en 1853 cuando Buenos Aires comete secesión del país unificado bajo Urquiza, y vuelve a sentirse hoy en la pugna entre la capital de Macri y la provincia kirchnerista- de sentirse asediado por la realidad de la barbarie inspira ficciones que responden a otra cara fundamental de la "libertad argentina": la libertad hacia adentro.
Quizá yo no pueda participar en la sociedad ni en la vida, quizá mi realidad sea un sueño, pero mientras el sueño dure, puedo construir ahí mi espacio de libertad. Esta concepción alcanza su expresión más alta en las ficciones de Borges. Podría citar muchos cuentos, desde "Las ruinas circulares" hasta "Tema del traidor y del héroe". Pero el más elocuente en este sentido, me parece, es "El milagro secreto". Jaromir Hladík tiene a medio terminar una tragedia; esa tragedia trata, sarmientinamente, de la identidad entre el yo y sus enemigos. Los nazis que ocupan Praga lo condenan a morir fusilado. Cuando el sargento da la orden de hacer fuego, el universo visible se detiene. Hladík comprende que Dios le regala un año, en su mente, para terminar su tragedia. Durante ese año el inmóvil Hladík compone en su mente la obra que nadie leerá; apenas ha dado con el último adjetivo, la descarga lo mata. El cuento es asombroso, se puede leer muchas veces y cada vez descubrir nuevos matices; también es una fábula perfecta de la "libertad argentina".
Podría decirse que en ese hospitalario rincón mental no sólo se escribió la tragedia de Hladík, sino que también encuentran su pedazo de libertad muchos otros: el introvertido Oliveira de Cortázar, el Adán Buenosayres de Marechal, los porteños grecorromanos de Mujica Lainez, los santafesinos escépticos de Juan José Saer.
Más: ¿se ha hecho notar que una de las mejores novelas argentinas, El beso de la mujer araña, de Manuel Puig, en esencia narra la misma historia que "El milagro secreto"? Hay una cárcel; adentro de esa cárcel alguien cuenta una historia, y en ese acto de narrar afirma, contra las paredes que lo encierran, su libertad. Apenas la narración termina, el protagonista es ejecutado. Cierto que en la novela de Puig no se trata ya de la alta cultura de la tragedia, sino de películas clase B; poco importa, la función de estas narraciones es volver a conjurar, en la Argentina de los años setenta, ese espacio íntimo que había salvado a Borges. Donde Puig de verdad se aleja de sus predecesores es en el hecho de que en la cárcel, ahora, hay alguien más: el protagonista, Molina, le cuenta día tras día historias a Valentín, el revolucionario.
Hay que decir, a propósito, que en las décadas de 1960 y 1970, en el imaginario de los escritores que habían heredado el sentimiento unitario de la ciudadela asediada, apareció una figura nueva, que suscitó grandes esperanzas. Con los rosistas, con los peronistas, con los bárbaros, no había diálogo posible; pero los revolucionarios marxistas, salidos por lo general de la elite porteña, y que por eso hablaban su mismo idioma, se proponían romper el encierro. Muchos escritores vieron ahí su propia ocasión de escapar de la ciudadela: los revolucionarios, los Valentín, iban a tender un puente con la llanura. El beso de la mujer araña, de algún modo, ficcionaliza esta esperanza. Las cosas, claro, no terminan bien: Molina es muerto a tiros, Valentín es torturado. Sin embargo la aspiración a salir de la ciudadela sigue operando en secreto en la clase media culta porteña; el kirchnerismo, por ejemplo, debe a esto mucho de su atracción.
 La libertad más allá de la frontera 
La Argentina imaginaria, como la real, está dividida en dos países muy distintos. Buenos Aires, unitarios, liberales, menemistas; interior, federales, peronistas, kirchneristas. Si la libertad, como creía Jefferson, está ligada a la propiedad, tanto en sentido literal de la posesión de un pedazo de tierra como en la extensión simbólica que abarca a todo el país y que permite al ciudadano sentirse, dentro de sus fronteras, plenamente "en su casa", en la ficción argentina se percibe siempre la incomodidad de compartir la casa con otro. La "libertad argentina" es el empeño de liberarse de ese otro, sea por la aniquilación, la identificación, la imaginación o el suicidio.
Hasta acá, la libertad tal como la representa la imaginación porteña. ¿Hay una ficción argentina que articule la libertad según el bando opuesto? ¿La libertad según los federales, según el interior? Comparada con la literatura que en el siglo XIX ayudó a formar la conciencia nacional de Estados Unidos, lo que llama la atención en la Argentina es la escasez de ficciones que postulen un "yo" capaz de identificarse, no con una facción, sino con el país entero. El ejemplo evidente es el "yo" que creó Walt Whitman, "indomable e intraducible", y sin embargo permutable por cualquier ciudadano. Sin embargo, me llama la atención descubrir en Olegario V. Andrade, uno de los pocos poetas nacionalistas argentinos, un eco lejano de Whitman:
¡Es mi patria! Mi patria. Yo la veo
A vanguardia de un mundo redimido.
Andrade, por supuesto, es literariamente muy inferior a Whitman, pero comparte con el poeta de Canto a mí mismo la creencia en la misión redentora de los pueblos americanos. También se parece a Whitman en esto: la libertad que imagina no es una liberación, sino la identidad de un pueblo. Como algunos poemas de Bartolomé Hidalgo o algunos sainetes de Discépolo, la poesía de Andrade es un esbozo de lo que podría haberse convertido en un "yo" argentino; lo cierto es que no tuvo descendencia.
Esto no significa que no haya en la ficción argentina una idea "federal" de la libertad. Pero no será una libertad de todos: será también una liberación. De todas maneras, en comparación con las ficciones unitarias, marcadas por la mala conciencia y el conflicto interior, resulta límpida y purificadora la historia de Martín Fierro. El gaucho de Hernández puede buscar su libertad sin el remordimiento de ejercerla a costa de otro, porque no posee nada. Gradualmente entiende que no hay lugar para él en el Estado argentino; tras desertar por primera vez, vuelve a su rancho y descubre que sólo queda la tapera. Algo cambia en Fierro a partir de ahí. Sus actos de violencia, en adelante, parecen intentos de cortar, a cuchilladas si hace falta, los lazos con la sociedad. Para esto necesita un compañero y lo encuentra cuando el sargento Cruz deserta a su vez para unirse a él. Juntos resuelven cruzar la frontera para ir a vivir con los indios. Eso que para Sarmiento sería el infierno tan temido para Fierro se presenta con tintes utópicos: "Allí no hay que trabajar/vive uno como un señor." Adiós a la ciudadela, al Estado, a la Argentina: esta idea de la libertad como deserción sigue operando con fuerza en la imaginación argentina y da forma a la política, la ética, la vida cotidiana.
Hay otra novela argentina que termina con una deserción: El juguete rabioso, de Roberto Arlt. Igual que Fierro, pero de manera más explícita, Silvio Astier sabe que dentro de la sociedad no hay lugar para él y se propone conquistar su libertad a fuerza de transgresiones. Hay un momento, sin embargo, quizás el más memorable de la novela, en el que parece entrever otra posibilidad: en una pensión de mala muerte, conoce a un homosexual. En el Buenos Aires de 1923, la condición del homosexual es tan marginal como la del gaucho matrero o el indio. Esto representa un lazo entre ellos. El muchacho le cuenta su historia; él antes "no era así", pero su maestro particular lo inició. Su sueño es conocer a un hombre bueno, "quedar preñada y lavar la ropa" con tal de que él lo quiera. Astier reconoce en el marica a un igual en la marginalidad, y le acaricia la frente. El otro lo rechaza. Después de esto, Astier renuncia a tener compañeros. Traiciona a un amigo del peor modo, delatándolo a la policía; ahora sí ha quedado fuera de todo orden social. En su discurso final, Astier habla de manera extática, como si más allá de esos últimos caseríos del mundo humano vislumbrara una tierra prometida. "En mí hay una alegría -dice- una especie de inconsciencia llena de alegría."
Pero ¿por qué el relato se detiene ahí? ¿Por qué ni Martín Fierro ni Silvio Astier cuentan lo que vieron más allá de la frontera? ¿Dónde está la ficción argentina que imagine o fabule no sólo la liberación sino también la libertad?
 La libertad en el río 
Hoy volví a leer El gran surubí. Ramón Paz sí cuenta lo que le pasó después de desertar. El barco queda atrás y Paz se deja arrastrar por un surubí gigante. Agua, camalotes, raíces, el cielo desgarrado por rayos, el rumor de bailongos en la orilla, las mojarras y las taruchas: el fugitivo llega a sentir esta vida fluvial como si fuera el propio cuerpo. En cierto momento tiene una epifanía: el pez que lo arrastra es su propio temor y su propia fuerza. Entonces corta la cuerda y lo deja libre. Ya en tierra, medio desmayado entre los pastos altos, tiene el penúltimo encuentro de su viaje. Es una chica de doce o trece años. No se sabe por qué, adonde va la siguen mariposas. Le da de tomar y de comer. Paz le pregunta si quiere alguna vez casarse con él. Ni loca, dice ella, sos muy viejo y sos muy feo. Entonces Paz vuelve al camino y allí le pasa algo más, que no quiero contar, no sólo para no deschavar el final de la novela, sino porque además me gusta pensar que la representación de la libertad en la literatura argentina todavía está por hacerse. 

Gonzalo Garcés



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Los 1.500 muertos del «Castillo Olite»



HEMEROTECA / 75 ANIVERSARIO

Este ataque de las baterías republicanas de Cartagena contra un buque franquista al final de la Guerra Civil es aún hoy la peor tragedia naval de la historia de España

ARCHIVO ABC / El buque «Castillo Olite», unos años antes de su hundimiento en 1939
«La flota roja huye de Cartagena», titulaba el ABC de Sevilla el 7 de marzo de 1939. El general franquista Rafael Barrionuevo había informado a sus superiores de que había tomado el control de la ciudad tras una rápida sublevación y de que necesitaba fuerzas para conservarla. Franco, confiado ante esta información, enviaba inmediatamente 30 buques de guerra sin imaginarse que estaba a punto de sufrir en su bando la mayor tragedia naval acaecida en un solo barco en la historia de España: el hundimiento del «Castillo Olite».

ABC / El mástil del «Castillo Olite»
tras el hundimiento
Sucedía la misma mañana del 7 de marzo, cuando este buque mercante, que había sido requisado por los franquistas en Gibraltar un año antes, se acercaba confiado al puerto de Cartagena. En sus bodegas, más de 2.000 soldados esperaban ansiosos la entrada a esta población murciana, convencidos de que ya había sido conquistada a los republicanos. Pero el repentino silbido del primer proyectil debió dejarles petrificados.
«Cuando ya está el barco tan cerca que se ven los rostros de los soldados, tira una batería costera y le alcanza en pleno puente. Hombres y pertrechos vuelan a 50 metros de altura. Casi simultáneamente suena un segundo cañonazo que también le alcanza en el puente, y por fin un tercero que hace explotar las calderas. Hombres, chapas, ametralladoras y hasta un cañón vuelan por los aires envueltos en una nube de ardiente vapor. El barco se hunde en un instante. El vocerío es aturdidor», describía un testigo citado en «La España del siglo XX», de Manuel Tuñón de Lara.
El balance de víctimas aún hoy resulta sobrecogedor: de los 2.112 hombres que viajaban a bordo del buque, 1.476 murieron y 342 resultaron heridos. Los otros 294 fueron hechos prisioneros.

Una flota de 25.000 hombres


Esta masacre –de la que hoy se cumplen 75 años– se producía tan solo un mes antes de que acabara la Guerra Civil. El ejército franquista había tomado ya Cataluña y solo la zona Centro-Sur quedaba en manos de una República que había perdido ya toda capacidad defensiva, y que se encontraba desmoralizada y sumergida en luchas internas. Franco lo sabía, por lo que tras llegarle la información de la buena marcha de la sublevación de Barrionuevo en Cartagena, debido a que había sido arrestado el coronel Galán, representante del gobierno republicano en la ciudad, no dudo ni un instante en organizar la conocida como «Expedición sobre Cartagena».

El «Castillo Olite» fue incluido en esta expedición sin precedentes hasta la fecha, formada por otros 29 barcos e integrada por 25.000 soldados. Se preparó todo en menos de 48 horas, las que tardaron en zarpar los barcos desde Castellón y Málaga, obviando el peligro de atravesar una zona de más de 150 millas de costa enemiga sin ninguna protección. Cada buque iba por su cuenta sin saber realmente qué le esperaba a su llegada a la bocana del puerto de Cartagena.
Los soldados embarcados en el «Castillo Olite», la mayoría gallegos, creían que la ciudad estaba conquistada y navegaban bromeando, como si ningún peligro les aguardara. Sin embargo, en Cartagena la sublevación franquista no estaba siendo todo lo fructífera que esperaba Franco. La Brigada 206, una unidad de élite de las fuerzas republicanas, había reconquistado la ciudad y tomado las baterías de la costa que protegían el puerto.

Navegando hacia su tumba


Cuando llegó a sus oídos Franco que la sublevación de Barrionuevo había sido sofocada por el ejército republicano, y de que los intentos de parte de su convoy por desembarcar estaban resultando infructuosos, dio la orden de cancelar la operación. El «Castillo Olite», sin embargo, era un buque lento y sin comunicaciones que tuvo la mala suerte de no poder recibir la orden, por lo que continuó confiado rumbo a Cartagena, navegando feliz hacia su propia tumba.

Cuando el buque apareció frente a la ciudad, los más de 2.000 soldados salieron a las cubiertas para saludar a la ciudad. Sabían que la guerra llegaba a su fin y no podían ocultar su alegría. Fue en ese momento cuando se vieron sorprendidos por los primeros proyectiles de la batería de la Parajola apostada en los montes cercanos. Tres disparos fueron suficientes para sembrar el mar de cadáveres.
La mayor parte de los soldados murieron ahogados en las bodegas, aunque otros muchos fueron víctimas de la explosión. La mayoría no sabía nadar, aunque tampoco podrían hacerlo porque muchos habían quedado con los miembros rotos o amputados. Algunos de losafortunados que consiguieron sobrevivir agarrados a los restos que flotaban sobre el agua eran tiroteados por los milicianos desde la costa.
Fue difícil encontrar en la prensa de los meses posteriores referencias a esta tragedía, que quedó oculta en la historiografía española durante décadas. 


Isrrael Viana



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